Ninguna metáfora explica mejor la esencia de la creatividad que la del tornillo flojo, aunque también se utilice como sinónimo de falta de juicio. Porque la clave de la creación está siempre en la recombinación, en ubicar un motivo contra un fondo de otro cuadro o en situar al protagonista de una película en otra con un guión diferente. Crear es revelar conexiones entre elementos distantes que hasta el momento en que se materializan nada tenían que ver. La creación siempre está en la asociación, en el enlace. Obviamente no vale cualquier ligazón, sino que las ideas aparentemente desligadas tienen que amalgamarse como parte de un significado superior que la aúna y les da un nuevo sentido. Pero su origen más puro está en atraer polos opuestos y hacer que casen. Por eso la creatividad no puede existir si no hay tornillos flojos. Porque si todas las ideas que habitan en una mente o en un colectivo están firmemente estructuradas y conectadas una contra otra como en un panal de abejas, entonces ninguna puede descolocarse y volar para visitar a algún primo lejano al que nunca había visto, pero junto al que de repente se encuentra maravillosamente bien. Por eso los niños son más creativos que los adultos, porque no saben que hay un orden en el conocimiento. Los adultos lo clasificamos y seriamos todo, y no solemos ver sentido en juntar cosas aparentemente lejanas, como lo eran hace años los teléfonos y las cámaras de fotografía. Nadie hubiera apostado ni una sola peseta en los años setenta para fabricar un ingenio que articulase la fusión de estos dos aparatos. Y no solo porque los teléfonos estuvieran atados a un cable que salía de la pared, sino porque en sí ambos artilugios estaban conceptualmente situados en lugares remotos uno respecto del otro. Las nuevas y buenas ideas casi siempre surgen como resultado de algún tornillo flojo, de alguna fisura en el devenir de la conciencia por la que de repente una idea salta de su sitio y se encaja en un sistema conceptual vecino. Por tanto para que existan procesos creativos nada tiene que estar muy atornillado, todo ha de encontrarse en un estado ligeramente móvil, para que sea sencillo desubicar ideas de su lugar y sumarlas a un racimo lejano.

Y ese precisamente es el gran problema que tiene la creatividad en la empresa: que la creación de valor se apoya en la industrialización y por tanto es, en esencia, una tarea de apretar tornillos, nunca mejor dicho. La excelencia empresarial, la calidad total y todos sus convecinos conceptuales se asientan sobre la idea de que las cosas tienen que ser replicables, previsibles y controlables. Y cuanto más mejor, como las pechugas de pollo envasadas que encontramos en los supermercados. Pero claro, cuando todo está empaquetado, presurizado, sistematizado y estructurado, es decir, cuando todos los tornillos están apretados, queda poco espacio para inspirarse y crear. Terrible paradoja. Terrible porque es claro que ni las empresas ni el ser humano pueden sobrevivir sin creatividad.

La cuestión es que tras dos siglos de veneración por la industrialización nos hemos encontrado con que una crisis sin precedentes nos está haciendo acordarnos de Santa Bárbara porque truena, y ahora elevamos nuestras plegarias a la Creatividad, y a su hija natural, la Innovación, para que nos resuelvan la papeleta. Pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que el entramado interno con el que están fabricadas las empresas, sobre todo las buenas, es muchas veces rígido, encorsetado y estricto. Por eso es de alta calidad. Pero claro, como no queríamos sorprender al cliente para mal, ahora tampoco sabemos sorprenderle para bien. Nuestros sistemas de trazabilidad son tan exactos que pueden relatar la biografía completa de una de esas pechugas de pollo envasadas sin equivocarse en una sola fecha. Queda por ver si realmente sabremos incorporar a las cadenas de valor los suficientes saltos creativos como para animar el tejido empresarial durante los próximos dos siglos.

Artículo originalmente publicado en: www.dirigentesdigital.com