Por Jesús Alcoba, Director de La Salle International Graduate School of Business
La hechicera de Blancanieves preguntaba una y otra vez a su espejo mágico quién era la más bella de todas. Esto lo sabemos porque los hermanos Grimm y Disney nos lo han contado. Lo que ninguno de los dos nos explicó es por qué le preguntaba tantas veces. Seguramente era debido a que no estaba convencida de la respuesta, porque en el fondo sabía que no era la más bella. De hecho no habría podido serlo, solo de tan mala que era. Sin embargo jugaba con su fantasía uno y otro día, pretendiendo la belleza absoluta a cambio de nada.
Sería muy bueno que a nosotros cada mañana el espejo de nuestra propia conciencia nos devolviera la inequívoca certeza de que hemos llegado a ser quienes queríamos ser. Pero claro, ese otro espejo que es el nuestro, el de la vida y el de nuestra biografía, no teme a que ninguna hechicera loca lo haga añicos y por eso arroja una imagen siempre veraz. Así que a diario convivimos con esa distancia, ese pequeño o gran abismo que hay entre nuestro yo ideal y nuestro yo percibido, tanto personal como profesionalmente. Nos gustaría tomarnos las cosas de otro modo, no ser presa fácil de la ansiedad ni de las prisas, pasar más tiempo con nuestros seres queridos o quizá vivir de acuerdo a nuestras propias pautas en vez de estar siempre pendientes de lo que nos dicen los demás. También querríamos dirigir mejor a nuestros equipos, contagiarles una inspiración incontenible, captar siempre las oportunidades, ser hábiles en la resolución de conflictos y mil cosas más.
La cuestión es que todo eso no se logra en un instante, y mucho menos a base de esos ecos a veces dañinos que aparecen cuando claramente notamos que no tenemos más motivo para valorarnos que la necesidad imperiosa de valorarnos. La bruja del cuento de Blancanieves estaba obsesionada con la belleza. Pero hacía tan poco por conseguirla que el único que la aguantaba en su delirio era un espejo reverberante, y eso porque no podía despegarse de la pared a la que estaba clavado. De hecho dicen que aún sigue colgado en Lohr.
Estaría bien que pudiéramos aprender a establecer las diferencias entre los anuncios publicitarios, las inyecciones puntuales de cariño, que todos necesitamos, y la senda verdadera que nos lleva a ser quienes soñamos ser. Porque la autoestima no es una receta, ni una aplicación para el smartphone, ni desde luego algo que se puede inyectar en los pliegues del alma como el botox. Para quererse hace falta construir algo a lo que poder querer porque, como es obvio, nos valoramos a nosotros mismos con los mismos instrumentos que utilizamos con los demás. A veces somos un poco más exigentes y a veces un poco menos, pero en general las varas de medir son esencialmente las mismas.
El cambio personal es un formidable proyecto de investigación y una aventura llena de retos, muy lejos del espejo de la bruja que odiaba a Blancanieves y de sus versiones modernas como los mensajes del tipo porqueyolovalgo. Es una misteriosa y compleja travesía vital elaborada con paciencia y dedicación, a base de tener claro dónde uno quiere ir, de luchar por ello con constancia, de crecerse ante las dificultades y, quizá por encima de todo, de creer que es posible.
Si la hechicera del cuento de los hermanos Grimm se hubiera puesto a ello, es decir, si hubiera hecho ejercicio, hubiera cuidado su alimentación y hubiera descansado lo necesario y, sobre todo, si hubiera sido buena persona y hubiera sonreído más, seguramente habría sido más bella y no le habría hecho falta preguntar nada al espejo de Lohr, dado que todo el mundo se lo habría dicho, empezando por su marido. Porque esa es, en resumidas cuentas, la prueba más evidente de que somos lo que deseamos: escuchar de los demás que nos ven como soñamos ser, sin necesidad de que se lo preguntemos.
Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.es